4.4. El neomarxismo español

El segundo argumento se refiere a España y se debe a un testigo tan sincero y respetado como Pablo Castellano, figura prominente del nuevo PSOE durante la época en que el partido de Pablo Iglesias, renovado, pugnaba por el reconocimiento («la homologación», se decía entonces) por parte de la dirección de la Internacional Socialista, establecida ya entonces, como ahora, en Londres. El testimonio de Pablo Castellano, muy importante porque él era entonces secretario de relaciones exteriores del PSOE joven (el de Felipe González, que se impondría en el congreso de Suresnes de 1974), se contiene en un interesantísimo libro, Yo sí me acuerdo (Madrid, Temas de Hoy, 1994, p. 200). Pugnaban en 1972/1973 los socialistas del exilio francés, dirigidos por el antiguo y sectario director general de Enseñanza Primaria de la segunda República, Rodolfo Llopis (masón convicto) y los jóvenes socialistas «renovados» de las agrupaciones del interior, sobre todo la sevillana (González, Guerra) y la vasca (Múgica, Redondo). El Partido Socialista Popular, dirigido en España por el profesor Enrique Tierno Galván, radicalmente marxista, efectuó una conjunción táctica con el PSOE de Llopis y entonces este grupo y los «renovados» llevaron el caso a la Internacional Socialista para que decidiera la homologación. Pablo Castellano insiste en que, dentro del Buró de la Internacional Socialista, fue la Masonería la responsable del reconocimiento de los jóvenes socialistas. «Se habían reunido las logias -dice- y, tras las correspondientes tenidas, habían acordado dejar de sostener la causa de su hermano, grado treinta y tres, Rodolfo Llopis. En la sesión del día 6 de enero de 1974 (estos ingleses no reconocen más reyes que los suyos, y lo de los magos no es objeto de conmemoración y relieve), el presidente de la Internacional, señor Piterman, austriaco y masón, pretextó una diplomática dolencia para que la reunión fuese presidida por Jenny Little, proclive a nuestra causa. El Congreso de agosto de 1972 y su Ejecutiva eran la legítima expresión organizativa del socialismo español y así sus miembros eran reconocidos como miembros de pleno derecho de la Internacional Socialista». Es decir, que la orientación decisiva del socialismo español para la época siguiente fue marcada por la Masonería que controlaba a la Internacional Socialista, de acuerdo con la tesis de Jacques Mitterrand que acabamos de referir. En este episodio el Partido Socialista Obrero Español reconfirmaba su historia masónica. Los socialistas hispanos contaron con una significativa presencia masónica desde sus orígenes hasta la actualidad. Esta presencia se hizo muy notoria en la época decisiva de la segunda República y la guerra civil, como ha revelado el insustituible libro de la profesora Gómez Molleda que ya hemos citado. En todos los momentos decisivos de la República actuaron los masones para condicionar la orientación y la actuación del PSOE. La presión de los socialistas masones (seguidos por los no masones), a favor de radicalizar todavía más la ya sectaria política del masón Manuel Azafla en campos tan delicados como el de la Iglesia, las órdenes religiosas y la enseñanza, está demostrada con datos y estadísticas en el libro citado, fruto de una minuciosa investigación. Durante la Revolución de Octubre de 1934 actuó como secretario general del PSOE, el masón Juan Simeón Vidarte, que nos ha dejado en varios libros escritos en México un testimonio masónico fundamental. La tercera parte de los diputados del PSOE en las Cortes Constituyentes (35 de 114) eran miembros de la Masonería. La Internacional Socialista, pues, en su configuración actual, fue refundada en el año 1951 al servicio de la estrategia antisoviética de Norteamérica en el Congreso de Frankfurt. En la declaración fundacional se incluye un duro ataque (de pura fachada) al capitalismo como sistema antisocial, pero desde entonces la Internacional Socialista es una de las columnas del capitalismo con el pretexto de humanizarle. Por desgracia la principal contribución práctica de la Internacional Socialista al capitalismo ha sido la corrupción generalizada en muchos de los países en que constituye fuerza dominante; están aún rezumantes de porquería los casos del socialismo italiano bajo Bettino Craxi y del socialismo español de Felipe González, quien debería cuidar mucho más la aplicación de la palabra mierda en las campañas electorales; todos recordamos que al final de la larga noche que España vivió bajo la corrupción socialista por él presidida el periódico financiero más importante del mundo titulaba, como cosa sabida, Spain, a lot ofshit, España, un montón de mierda. La Declaración de la Internacional Socialista en 1951 se redactó en tonos pragmáticos; en el Nuevo Socialismo cabe todo, desde el marxismo a cualquier otra concepción de la sociedad. Desde 1970 la Internacional Socialista saltó a Iberoamérica, donde apoyó, allí y desde sus bases europeas -Alemania, Bélgica, Francia, España-, a los movimientos marxistas de liberación con auténtico descaro, incluso a los de corte totalitario como los sandinistas de Nicaragua, el PRI de México o la Unidad Popular de Salvador Allende. Cuando se produjo el hundimiento del comunismo soviético en 1989 los partidos comunistas de Europa se aproximaron a la Internacional Socialista como tabla de salvación. Desde el congreso de Bad Godesberg en 1959, el SPD alemán abandonó al marxismo como doctrina exclusiva y se abrió a cualquier otra, incluso al cristianismo. Con mucho menos fervor cristiano, el PSOE español hizo algo semejante veinte años después al renunciar al marxismo con la boca chica en los Congresos de 1979. Salvador Allende y ahora Fidel Castro han encontrado eficaz respaldo y apoyo en la Internacional Socialista que conoce perfectamente el carácter antidemocrático de los dos regímenes. Cuando en 1982 Felipe González, al frente del socialismo español, consiguió una victoria histórica y aplastante que parecía presentar al socialismo como el régimen inmutable para los cien años siguientes, su esbirro radical Alfonso Guerra, que sigue siendo marxista en medio del dramático descrédito de su arbitrariedad personal y su corrupción familiar, se creyó justificado para descubrir sus cartas y dar a la publicación un engendro que se llamó Programa 2000 del PSOE. Hoy conviene leer los cuatro tomos de esa extraña cocción política como lo que es, una pesadilla y un anacronismo formidable. Pero esto es lo que de verdad pretendían los fulgurantes ideólogos del socialismo español cuando creían tener en sus manos a una España cautiva y desarmada. Cuando a los socialistas españoles de hoy se les pregunta por el Programa 2000, tuercen la vista y miran para otro lado. Evidentemente se avergüenzan de que esa monstruosidad circulara, en la ebriedad de su triunfo (1988) como un proyecto decidido de futuro. Y además con carácter oficial: lo editaba la Fundación Pablo Iglesias, que tiene ese carácter dentro del PSOE. Entonces habían ganado ya dos veces por mayoría absoluta y se creían los Amos del Universo. No desmenuzaré los cuatro grandes cuadernos, aunque sólo sea por vergüenza ajena. Pero no puedo evitar asomarme con el lector al tomo titulado La sociedad española en transformación y dentro de él al capítulo sexto, Instituciones sociales. Pretendían «una nueva forma de familia, más democrática, más igualitaria y más unida» (p. 131). La familia tradicional está en quiebra; se basaba en valores como la dedicación y el sacrificio, sobre todo por parte de las mujeres; que se han hartado y han sustituido esos valores por los de libertad, felicidad e innovación. ¿Es que en el año 2000 las familias españolas, destrozadas en un alarmante porcentaje, son más felices y más innovadoras? «La familia de hoy -en contraposición a la tradicional- cada vez más se apoya en el cariño, el afecto y los sentimientos». Por eso se ha disparado el número de divorcios y separaciones, el número de mujeres maltratadas y aun asesinadas, el número de niños frustrados por el alejamiento de uno de los padres. Con sentido poco profetico dice el Programa que los hijos desean abandonar el hogar cada vez más tempranamente; ha sucedido exactamente al revés. «El valor de la fidelidad dentro de la pareja persiste», otra profecía fallida. El epígrafe sobre las «familias alternativas» es cómico. Ninguna de las que se describen es una familia, sino una antifamilia. Y lleva naturalmente a lo que será la familia en el año 2000; no es solamente una descripción aséptica, sino un objetivo al que los socialistas han aplicado todo su esfuerzo desintegrador, al que contribuyen además asiduamente con los ejemplos más detonantes; me divierte mucho que hasta en las invitaciones de la Casa del Rey se convoca a determinado personaje «y acompañante» por la proliferación de familias alternativas, sin duda. Dice el Programa, púdicamente que «vamos a una cierta desintegración de la familia nuclear», como si los socialistas fueran simplemente observadores y no fervientes promotores de esa desintegración. Después de dejar la familia como unos zorros, los ideólogos del Programa se vuelven a la Iglesia. Creen que los puntos fundamentales del dogma católico se interpretan por los católicos «con libertad». Esta libertad se nota sobre todo en el despego de la «moral oficial» y en la desvinculación entre catolicismo y partidos de la derecha, que era de rigor en épocas anteriores. El Programa se permite enjuiciar a los obispos; elogia a los de «talante taranconiano» y en cambio rechaza a «los partidarios de Suquía», así, con total confianza y sin tratamientos; de quienes se critica que estén conformes con «la política restauracionista del Vaticano», es decir, la del Papa Juan Pablo II. El Programa elogia a los católicos «con simpatías socialistas, pro-teología de la liberación» (p. 136). Se divide a los católicos en dos grandes grupos; los afectos a ideologías conservadoras como el Opus y los kikos; los abiertos a simpatías socialistas. Es decir, los malos-retrógrados y los buenos-progresistas. El resumen histórico desde la Iglesia «del nacional catolicismo» a la «apuesta democrática del cardenal Tarancón en la coronación del Rey» -cuatro disparates serios, por lo menos, en línea y media-, sugiere que los católicos normales estaban todos en el nacional-catolicismo y que ninguno aceptó la homilía del cardenal Tarancón. Se elogia la evolución política de la Conferencia Episcopal, como si a estas alturas ignorásemos que tal política no puede explicarse sin su trampa y su cartón. Lo más extraño es que, cuando el pobre cardenal Tarancón ya no podía ser utilizado por los socialistas, le dejaron en la más completa soledad, le marginaron, le insultaron echándole en cara sus ofrecimientos del palio a Franco y, como se quejaba amargamente el excelente prelado, no le dieron una mala condecoración de despedida. A continuación dogmatizan los socialistas sobre la involución de la Iglesia desde la llegada del cardenal Suquía, tras el ejemplo de giro conservador que ofrece la Iglesia romana. El esfuerzo supremo que, en las fechas de la publicación de este Programa, realizaba la Santa Sede para terminar con el comunismo en la todavía atea URSS, no merece una mala línea profética; ya vemos que los redactores e ideólogos del Programa no estaban tocados por la vara de Moisés. Sobre la otra gran institución social de España, el Ejército, el PSOE de 1988 trasluce, como era de esperar, su antimilitarismo congénito. Con todo cinismo subrayan la importancia positiva de la adhesión de España a la Alianza Atlántica, a partir de los tiempos, todavía tan cercanos, del «OTAN, de entrada no». Se ufanan los socialistas de que el sistema de valores propios de las Fuerzas Armadas ya no es, como antaño, la secuencia «Deber, Honor, Valor, Patria» a los que se añadía la disciplina; hoy ya no se establecen diferencias sustanciales entre el sistema de organización militar y las organizaciones civiles (p. 141). La vocación militar ya no es vocación sino profesión. Es decir, que el Programa 2000 propone unas Fuerzas Armadas más o menos desmilitarizadas, sin nada que ver con las que desde la época romana hasta hoy hicieron esto que llamamos España.